Stand.



Códigos.

¿Por qué habría que ser, en alguna manera sórdida, que mi conciencia me apabulle por haberle pintado huevos a alguien? ¿No es peor haber hecho algo más ardid, más vulgar?

Admito que es liberador, justo como Pamela lo explicó esa vez. También respondió de manera inteligente y melancólica lo  que Sergio le reclamó que él jamás le insultaría de dicha manera. Le pudo ser infiel, le pudo ser deshonesto o le pudo dejar plantada miles de veces, pero jamás pintarle huevos.
No supe responderle a Pamela de manera recomfortante en aquel entonces por que yo no creo haber comprendido que se sentía pintar huevos.
Le pinté huevos, lo mandé al carajo y le dije poca cosa. Y todo eso, aunque ahora lo diga con paciencia, me está incomodando.

¿Es posible que un cambio en mi ser sea lo necesario? Decirle gorda a la gente gorda, mentarles odio por no compartir mi punto de vista y desear la muerte a los terceros por simplemente no ayudarme a concretar mis planes, ¿así me sentiría menos mal por haberle pintado huevos a alguien?

Creo que es el sentido de querer y de respetar. A final de cuentas, aunque sabía que no me respetaba en la relación, me han adiestrado de tal manera que no he conocido mujer, amiga, hermana, hombre, amigo o hermano que no resienta un insulto por un extraño, pero un insulto de un conocido, aunque sea una jeta, duele más que un golpe. Me duele mi culpa y en ello, busco perdonarme, y como diría Richard from Texas, “Hey, Groceries. Believe in love again”.

Spenser en los Amoretti dedicaba un código de la gente refinada a la hora de comer: todos un tiempo de charla, todos un tiempo para la sopa y todos un tiempo para beber. Hablar de los tiempos y de la idiosincracia me lleva a pensar que un mayor insulto que logré y que aún así parecía haber sido indultado, fue hacerle llegar tarde a clases a quien estaba siendo religioso con sus tiempos.

A todo eso, espero pronto perdonarme por haber logrado mostrarme iracundo y poco gentil y evitar ponerte jetas o evitar avalanzarme sobre de ti ahogándote en un abrazo.

Pedagogía del Oprimido.

crucificado cual plastijuguetede lucha libre a un cohete en mes
patrio, intento consolarme con risas enlatadas y alguna certeza
exacerbada por el crispo resplandor de la pólvora.
eres mi síndrome de Estocolmo
cuando no tengo brújula;
eres mi “chinga a tu madre”
cuando me siento huérfano
enseña tus colmillos, corazón; que traigo ofrendas para el
incendio pleno de pecho
de mientras, arrojo chistes de pepito al lado cocacola de forever.
ya sabes que a mí, “todo lo que me marea me pasa”.
eres mi síndrome de abstinencia
cuando no tengo mi miedo;
eres mi gran venta nocturna,
en una luna llena;
en el desierto

(y mi mente se desdobla como una constelación de gaviotas de origami en un vasto cielo despejado).

Alzati.

Florentina de Fresa.

Reventemos al modo anterior. La conciencia es la que nos martiriza.
Si así estoy yo de oprimido, no me quiero imaginar que sentiría yo de haberle hecho lo que me ha ocurrido. La conciencia de aquellas películas de los 50 en donde en México hay invasiones de seres increíblemente gigantes  o de matones cagabalas que se encuentran en guerra incesante en toda la película (y de aquellos que ponen a Carmelita Salinas como la madrota). La conciencia que cargan esos que ponen al soldado mexicano como carne de cañón al dispararle un arpón electrificado a un escorpión gigante; obviamente falla y muere y el gringo matón es el héroe que coge rápido y duro con la damisela que sobrevive a la invasión, imágenes obviamente que no se incluyen en el filme, pero por la conciencia que me cargo seguramente sucede. Esa conciencia de las películas de horror donde el de color muere primero o en donde la buenota rubia chiquifalda muere sin mucho esfuerzo.

Esa conciencia de las chicas que atienden los Call Center y que asechan como enamoradas a quien les debe o a quienes no les interesa activar una tarjeta de específico banco. Conciencia de político que sale en foto con dos otros narcos y que, “sin querer”, se leakea en Internet. Conciencia de novio infiel que cuando se le pasan los alcoholes se va a las miradas y los coqueteos y el besillo imprudente con la primer prima chichona que se le cruza o que le acepta la bailada, la que usa pantalón entalladito. Conciencia de nutriólogo del IMSS que come quecas en los puestos de lona amarilla percudida que están afuerita de la Clínica.
Conciencia de morra que va a la fiesta que sus jefes le prohibieron incondicionalmente que asistiera y aún así, le robó 500 pesos de la bolsa de su mamá para dispararle las micheladas a las amigas y que al final, cuando llega bien peda a su casa, siente ese rush en cuestión de que recuerde lo que hizo y piensa que la mamá es distraída y que jamás se dará cuenta.

A veces es muy fácil adivinar el remordimiento, pero hay veces, mínimas, en las cuestiones más sencillas, que se puede romper algo y simplemente dejarlo y actuar como si nada. Como cuando tomas un paquete de Florentinas Gamesa y te das cuenta que mejor quieres unas Avena Quaker por que has tragado como cerdo y tu conciencia te lo recrimina y muy sin querer, apachurras una galleta y la rompes. Volteas a ver la cara de la cajera del OXXO y dejas el paquete lentamente.

Esa conciencia que es fácil ponerla en mute, es la que presiente que posiblemente tengas. Me siento roto, en empaque nuevo y estoy en la sección de productos y como siempre, el que lo rompe, no lo paga. Soy esa galleta florentina y posiblemente era la que tenía más jalea o tenía la galleta más gruesa.


0 comentarios:

Publicar un comentario